En plena pandemia la humanidad aprendió a hacer pastel de plátano, a ver el catálogo completo de Netflix, aprender yoga o entró a decenas de cursos gratuitos. Por mi parte, decidí darle una oportunidad a aquello que rechacé toda mi vida: vestir a conciencia.
Claro que toda mi vida he usado ropa, soy un miembro rutinario en la sociedad, pero el vestir bien siempre ha sido un tabú. No porque no me gustara, sino por lo que representaba. Había visto Legally Blonde y aún así, continuaba creyendo que las mujeres inteligentes no se preocupaban por su imagen.
Además de aquella cuestión enraizada y alimentada por el resto de “no ser como las otras chicas”, ciertas prendas dentro de mi imaginario eran sinónimo de vulnerabilidad e incomodidad. Razones por las que no sé usar tacones (y tampoco estoy interesada, si soy sincera).
Sea como fuere, llegó la pandemia con sus apatía llena de miedo. Las noticias parecían un capítulo de 1000 maneras de morir y sin ganas de ello, decidí aislarme de todo el mundo. Después de días despertando para trabajar a escasos 30 centímetros de mi cama, salir a caminar 20 minutos y regresar a la habitación, pronto las cosas se comenzaron a volver difusas.
Vamos, no tengo que contarle a nadie lo que es vivir en ese bucle temporal que fueron los meses más difíciles de la pandemia. Así fue como el vestir a conciencia me extendió la mano. Sí, sé que suena a predicador, pero no hay otra manera en que pueda describir la tranquilidad que significaba cada día levantarme y tener algo más en mente que vivir otro día en el Show de Truman.
Comenzó como un acercamiento con una persona que estaba a tres continentes de distancia, metafóricamente hablando, y la cual la había sentido tan cerca como una extensión de mi piel. Así con juegos de encontrar descuentos en Inditex, sumergirnos en Shein y al final descubrir el upcycling en Instagram, podía sentir que no estaba del todo sola.
Pero como todo, una acción repetitiva que comenzaste a hacer por otro, si te gusta, comienza a transitar dentro de ti y tomar tu propio cauce. Lo cual me llevó a mirar la industria de la moda como una herramienta de autoconocimiento y conocimiento de la sociedad que habitaba.
Porque sí, Miranda Priestly de The Devil Wears Prada tenía razón, por más alejados que nos sintamos de la moda, el simple hecho de vestir ya nos hace formar parte de ella. El punto de todo aquello es hacerte consciente y encontrar tus propias razones para adoptar un estilo u otro o crear el tuyo.
Gracias a meter la cabeza de lleno a esta expresión, comprendí muchísimo de mí, desenraice alguno que otro trauma, y encontré la felicidad que me proporcionaba el vestir bien. No para otros, porque mis caminatas en soledad lo seguían siendo, no asistí a fiestas ni a reuniones hasta hace pocos meses.
En pocas palabras, invertir tiempo en mí y en la forma en la que me quería presentar frente al mundo (aunque fuera sólo frente a mí misma), literalmente me desperezó de la apatía, la cual se había enquistado en mi día a día.
En 2020 las colecciones se pintaron de negro, ahora en 2022, aún con secuelas del trauma generalizado, los colores están en cada esquina, agradeciendo que llegamos hasta aquí. Es posible que creas que este mundo no es para ti, pero la realidad es que la moda no son las grandes marcas ni las Fashion Weeks, sino somos todos y cada una de nuestras maneras de expresarnos con la ropa.
No importa lo que desees vestir, eso siempre hablará mucho más de ti de lo que crees, cada prenda y la forma de usarla es narrativa del personaje que interpretas en el mundo; al final, todos los caminos conducen a la moda.
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FOTO: Foto de Priscilla Du Preez en Unsplash