La Guerra Fría representa en el inconsciente colectivo los conflictos silenciosos. Esos de los que nos enteramos tiempo después, que destruyen en privado, y en el momento nunca podemos vislumbrar lo que realmente está pasando, sólo lo intuimos.
Estas guerras frías ocurren en cada casa, o dentro de nosotros mismos. Peleas de las que nadie se entera hasta que una parte gana o las dos deciden perder. Las consecuencias sólo pueden realmente sentirlas los involucrados, los demás sólo pueden observar, impotentes.
¿Hay aquello más arriesgado que algo tan inevitable en estas guerras silenciosas, como lo es la aniquilación, fracase?
Dentro de esta premisa es que se desarrolla la historia de El Gato (Mauricio Isaac) y Carolina (Mariana Gajá), dos artistas mexicanos, un músico y una actriz, que tratan de encontrarse en un lugar en el que nunca han estado, en el Berlín de 1982 a 1984, cuando había un muro que la desgarraba por medio.
Una analogía que indica el proceso en el que se decanta la pareja en cuestión, con una escenografía delimitada por Autodestrucción 8, instalación de Abraham Cruzvillegas, que expresa desde el nombre lo que ocurre dentro del departamento okupa de los personajes. Un lugar en el que la realidad, la alucinación, los mitos y los sueños convergen, se mezclan y terminan por causar estragos en Carolina y El Gato.
La premisa sobre la frontera y el habitar un espacio desconocido, sale fuera de la dramaturgia, para ser el discurso que se quiere explorar desde un mismo punto de vista pero con diversas herramientas.
Aunque el centro gravitatorio es claramente el texto dramático La guerra fría de Juan Villoro, diversas artes llegan para crear una obra de teatro multidisciplinaria. La literatura, la música, la actuación, el video, la música en vivo y el arte contemporáneo conforman esta puesta en escena, la cual aspira reivindicar los límites entre ellas.
A pesar de que esta es la intención, teóricamente puede funcionar, pero cuando eres un espectador frente a Carolina y El Gato, el discurso se diluye. Ya que esta exploración sólo queda en el aire, opacada por una historia que bien pudo haber sido presentada en cualquier otro recinto y no habría mayor diferencia.
Aunque el nombre de la instalación de Cruzvillegas es revelador, realmente no aporta más que delimitar el escenario, sobre todo si pensamos que no es el deber de un espectador saber cuál fue en primera instancia lo que quiso discursar el artista en Seúl.
Hasta cierto punto creo que esta exploración queda en una mera teorización, ya que el hecho de poner un museo como sede no aporta más que al partir los de seguridad delimiten tu salida para que no recorras partes por las cuales no has pagado, o que algún distraído pateé la obra de Cruzvillegas.
Tal vez el hecho de que esta exploración sea superflua sea un acierto dentro de la puesta en escena, ya que no entorpece en ningún punto y esto hace que podamos disfrutar de ella sin distracciones.
El guion de Juan Villoro es sólido y poseé con un ritmo vertiginoso, a momentos destructivo. Aunque el pensamiento de los actores llega a puntos en los que podría parecer incomprensible, responde a la primera aniquilación a la que recurren los personajes, el uso de drogas. Pero es poco probable que te pierdas en su propia autodestrucción, ya que la maestría de Villoro es notable, poniendo en lugares precisos frases que guían al espectador.
Siguiendo esta línea, la actuación de Mariana Gajá es simplemente increíble, termina por llevar a cuestas gran parte de la puesta en escena, ya que el mismo personaje la empuja a correr, e incluso actuar para El Gato. Con una voz increíble y una presencia escénica que termina por opacar un poco al resto de personajes, Carolina es quien hace que la trama se mueva, brinque, baile y se arrastre por el suelo.
Por su lado los personajes masculinos quedan más bien acartonados y sosos al lado de Carolina, a pesar de que El Gato, interpretado por Mauricio Isaac, sea el principal y el único personaje que nunca sale de escena, es empujado por la energía de Carolina para actuar.
También cabe destacar la dirección de Mariana Giménez, ya que se adecua a la desesperación y particularidades de los personajes. Las delimitaciones espaciales de la obra se ven completadas por la proyección de videos de archivo, así como por videos de los propios actores en vivo. Lo que termina por dar un toque más inmersivo dentro del mundo alucinógeno en el que viven los personajes.
Un punto clave es la música, ya que es la razón particular por la cual los personajes deciden viajar a Berlín, y vivir un poco de la inspiración que obtuvieron David Bowie y Lou Reed en esta ciudad. Sobre todo el cortejo con la destrucción, pero haciendo lo imposible, logrando que fracasara a pesar de que la buscaron tan constantemente.
La ambientación musical, así como los covers musicales y el hecho de que los mismos actores sean los que la interpretan, termina por cerrar con broche de oro esta gran puesta en escena.
Aunque la idea teórica de llevar el teatro al Museo Tamayo es fallida, la puesta en escena es muy buena, lo que hace imprescindible ver la destrucción ajena.
La guerra fría de Juan Villoro, con la dirección de Mariana Giménez, estará presentándose en la Sala 4 del Museo Tamayo de Arte Contemporáneo, del 6 de julio al 8 de septiembre de 2019. Los sábados y domingos en punto de las 18:00 h.
Puedes comprar tus boletos aquí, ya que los boletos en taquilla del Museo Tamayo sólo estarán disponibles una hora antes de cada función.