“Cuando yo tenía seis años vi en un libro sobre la selva virgen que se titulaba ‘Historias vividas’, una magnífica lámina. Representaba una serpiente boa que se tragaba a una fiera.”
Esta frase es de El Principito, obra cumbre de la literatura universal, que comienza y muestra cómo sobramos quienes tenemos la necesidad de explicaciones, con temor a pensar más allá de lo que ordene una supuesta cultura, mayoría o autoridad.
Con esta mentalidad de inmediato se trastocan pensamientos comunes, como en este caso, que El Principito es un libro solo para niños. Desde su publicación original en francés en 1943, la historia de Antoine de Saint-Exupéry ha encantado al público de todas las edades. Y cómo no, gracias a la sabiduría del amado héroe del libro, un niño pequeño de cabello rubio del asteroide B-612, que abandona para viajar a través de la galaxia.
Hojeamos el libro y emocionados conocemos la curiosidad del protagonista por una vida que no es solo una rutina o normalidad. Visita una serie de planetas, cada uno poblado por una sola persona con una profesión absurda, hasta comprender que no hay de otro tipo. La situación cambia y aterriza en el desierto, en la Tierra, y se encuentra con una misteriosa serpiente. El Principito entonces se pregunta dónde está la gente y comienza a experimentar soledad, a lo que la serpiente le responde: “También puedes sentirte solo entre las personas”.
Como reza el cliché, este libro es para niños de todas las edades. Nada raro, en The Guardian mencionaban que en abril de 2017, El Principito se convirtió en el libro más traducido del mundo (solo excluyendo los textos religiosos). Y cómo no, si es una de las mejores historias jamás contadas, con una prosa sencilla y sobria que fuera imaginada y realizada durante la Segunda Guerra Mundial.
Con esta obra Antoine de Saint-Exupéry nos regaló una historia soberbia, con lecciones sobre el medio ambiente y mensajes trascendentes y filosóficos. El autor, desde la experiencia personal como piloto, en especial inspirado cuando en uno de sus vuelos de París a Saigón en 1935, su avión se estrelló en el Sahara y se quedó varado en el desierto con su navegador, pudo revelar una fábula tan encantadora e importante hoy como siempre.
Es curioso porque en la superficie parece una historia simple, pero el pequeño príncipe protagonista es tan sabio como aparenta y sus mensajes de compasión y buena voluntad perduran hasta nuestros días. No por nada nos dice que no seamos demasiado aficionados a los números, es decir, a la medición y definición total si las posibilidades de todo son mayores. Asimismo es innegable su búsqueda por cuidar el planeta y su idea: lograrlo es una cuestión de autodisciplina: “A primera hora de la mañana te cuidas, te cepillas los dientes y te lavas la cara, ¿no? Bueno, lo segundo que debes hacer es cuidar el planeta”.
Es interesante que el niño es un Principito de otra galaxia, que ha visitado muchas otras estrellas antes de visitar la Tierra y ha quedado perplejo por los hombres que conoció en su trayecto sideral. Su niñez ayuda al escritor y al lector a mirar al mundo con la mente de un niño más allá de nuestras mentes, entrenadas para sobrellevar existencias lo más cómodas posibles, mientras explotamos los recursos que la naturaleza nos presenta. Él nos pide detenernos por un minuto para pensar que nuestra percepción de lo valioso es creada por el escenario, mientras habla de no juzgar a los demás por sus palabras sino por sus acciones o cómo las relaciones y amistades hacen que la vida valga la pena. Es su manera de subrayar que existen cosas importantes en la vida que no puedes ver con tus ojos, solo con el corazón.
Y finalmente, nos regala su poesía y recuerda algo fundamental para vivir y soñar: mirar las estrellas.
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