La más reciente película de Luis Ortega, El Jockey, es un respiro en el panorama del cine actual, que sobresale por su factura y la evolución que el realizador argentino exhibe después de habernos presentado El Ángel (2018). Con esta película, Ortega expande el vistoso thriller noir con el que exploró temas como los prejuicios en la Argentina de los años 70, ahora con una óptica más libre y surrealista, capaz de estudiar las dimensiones híbridas de la identidad y el destino.
Lo anterior quizá suene exagerado si lo comparamos con la sinopsis, que es en sí misma un atractivo vehículo cinematográfico: Remo Manfredini (Nahuel Pérez Biscayart) es un jockey legendario, pero con un comportamiento autodestructivo, que comienza a eclipsar su talento y amenaza su relación con su novia, también jockey, Abril (Úrsula Corberó). El día de la carrera más importante de su vida deportiva, que lo liberará de sus deudas con su jefe mafioso y representante, Sirena (Daniel Giménez-Cacho), sufre un grave accidente. No obstante, posteriormente desaparece del hospital y deambula por las calles de Buenos Aires. Libre de su identidad, comienza a descubrir quién está destinado a ser en realidad, mientras piensa en el amor de Abril y Sirena se empeña en encontrarlo, vivo o muerto.
Nahuel Pérez Biscayart parece central para interpretar al jockey caído en desgracia que pierde su camino tras un accidente. Ortega sumerge al personaje en un Buenos Aires atemporal y complejo. Parece estar en un juego contrarreloj, casi de gato y ratón, pero onírico, en el que aparece detrás del vidrio de un escaparate, reflejado en otros materiales, a través de algunas cámaras de seguridad. Parece una coreografía en la que Remo explora las posibilidades de su nueva identidad bajo un nuevo nombre. Este renacimiento, sin embargo, no es un acto heroico o definitivo, sino un proceso caótico, confuso y obsesivo, incluso con reminiscencias a la paranoia del clásico El Inquilino (Polanski, 1976), en este caso desesperado por encontrar a quien es mucho más que su soporte emocional, Abril.
La película avanza con escenas que juegan con la visión popular de la alta gama, como en una memorable escena en la que el jockey baila cual biker estilizado del cine B de los 80. Es parte de un espectáculo alto, ideal para el mundo de las carreras de caballos y su contraste con la fealdad moral tras bambalinas. El diseño de producción de Julia Frei es vital para que el thriller se entremezcle con la comedia absurda, la reflexión existencial y un juego constante con los géneros. El filme también elige la libertad y se emparenta con tendencias actuales de historias que nuevamente progresan y juegan con los arquetipos, como en el cine de Yann González (Knife+Heart) y Bertrand Mandico (Connan).
Ortega, conocido por su estética desde El Ángel, amplía aquí su paleta visual con un enfoque que parece deambular en el miedo, cual idea del Minotauro, para luego empujar como un Caballo de Troya que lleva a los protagonistas a su destino. Sobresale la cinematografía de Timo Salminen, con su énfasis en ambientes decadentes pero con colores saturados, y el diseño sonoro de Guido Berenblum, Javier Umpiérrez y Claus Lynge, que mezcla sonidos más dados a rememorar que a mostrar junto a momentos con experiencias atmosféricas menos ligeras.
Por medio del personaje del jockey, los temas noir y las inquietudes actuales, el filme amplía la identidad de un personaje que, más que un alma en pena, parece capaz de transformar sus limitaciones como un elemento que irradia y recibe amor a través de un renacer quizás imposible, quizás en función de aceptar para domar nuestras confusiones.
El Jockey es una mezcla de géneros y un viaje con simbolismos que nos adentra en los márgenes de la experiencia humana. No se la pierdan.
Agradecemos las facilidades recibidas por parte de PIANO y Ana Levet.
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